Como estoy solo, pienso: no hay nadie a quien molestar. Y enciendo la luz porque no sé beber a oscuras. Y enciendo la luz porque si no lo hago va a ser imposible encontrar el vaso de agua que dejé en la mesilla de noche antes de acostarme.
Mientras pulso el interruptor, mi codo se vuelve gigante y el vaso encoge hasta hacerse minúsculo. Eso hace que, cuando el codo se mueva con todo su plof y toda su fuerza, el vaso se caiga con todo su plash y toda su agua. Y entonces una catarata viene a inundarme el suelo con tan mala suerte que el cargador del móvil se empapa y, antes de explotar, manda una última descarga eléctrica que, con todo su boom y todos sus vatios, activa el timbre del teléfono enchufado. El sonido parece decir te quedas sin móvil, colega. Pero yo estoy tan dormido que pienso: tengo un Gafas de madera, y enseguida me olvido del desastre que acabo de formar a los pies de mi cama para irme a la pantalla y leer:
La próxima vez que nos veamos, prometo enseñarte a beber a Gafas de madera.
Que, al verlo, me río. Como si sentir tu voz justo ahora, Kri, fuera lo más normal del mundo. Y menos extraño me parece que, de repente, aparezcas a mi lado, me quites el teléfono de las manos, lo dejes en la mesilla, apagues la luz y cumplas tu promesa de enseñarme a beber bajo las sábanas. No me preguntes por qué, pero no me parece raro.
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Lo raro es que al rato, me despierto, y tengo sed. Y, ahora, no enciendo la luz para llevar la mano hasta el vaso. No. Procuro hacerlo a tientas. Cojo el agua y empiezo a beber. Y, mientras bebo, pienso: ¿pero no había tirado yo todo esto por el suelo hace un rato? Compruebo que en mi cama sólo estoy yo y decido que lo de antes ha sido un sueño, claro. Que ni plof, ni plash, ni boom. Lo he soñado. Eso significa que no me he quedado sin móvil, colega. Menos mal. Y, por lo visto, la conclusión me satisface tanto que tranquilamente me entrego al placer de ir saciando mi sed.